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Fiesta de la Conversión de san Pablo
Sábado 25 de enero de 2003
1. "Llevamos este tesoro en vasijas de barro" (2 Co 4, 7).
Estas palabras, tomadas de la segunda carta a los Corintios, han sido el hilo
conductor de la "Semana de oración por la unidad de los cristianos", que se
concluye hoy. Iluminan nuestra meditación en esta liturgia vespertina de la
fiesta de la Conversión de san Pablo. El Apóstol nos recuerda que llevamos el
"tesoro" que nos ha confiado Cristo en vasijas de barro. Por tanto, a todos los
cristianos se nos pide que prosigamos nuestra peregrinación terrena sin dejarnos
abatir por las dificultades y las aflicciones (cf.
Lumen gentium, 8), con la certeza de poder superar cualquier obstáculo
gracias a la ayuda y a la fuerza que viene de lo alto.
Con esta certeza, me alegra orar esta tarde junto con vosotros, amados hermanos
y hermanas de las Iglesias y comunidades eclesiales presentes en Roma, unidos
por el único bautismo en el Señor Jesucristo. Os saludo a todos con
particular cordialidad.
Es mi vivo deseo que la Iglesia de Roma, a la que la Providencia ha encomendado
una singular "presidencia en la caridad" (Ignacio de Antioquía, Ad Rom.,
Proem.), llegue a ser cada vez más modelo de relaciones ecuménicas fraternas.
2. Como cristianos, somos conscientes de estar llamados a dar al mundo
testimonio del "evangelio de la gloria" que Cristo nos ha entregado (cf. 2 Co
4, 4). En su nombre, unamos nuestros esfuerzos para servir a la paz y a la
reconciliación, a la justicia y a la solidaridad, especialmente en favor de los
pobres y de los últimos de la tierra.
Desde esta perspectiva, me complace recordar la Jornada de oración por la paz
en el mundo, que, hace un año, el 24 de enero, tuvo lugar en
Asís. Aquel acontecimiento de carácter interreligioso lanzó al mundo un
mensaje fuerte: toda persona auténticamente religiosa debe implorar de Dios el
don de la paz, renovando la voluntad de promoverla y de construirla juntamente
con los demás creyentes. El tema de la paz es hoy más urgente que nunca,
interpela en especial a los discípulos de Cristo, Príncipe de la paz, y
constituye un desafío y un compromiso para el movimiento ecuménico.
3. Respondiendo al único Espíritu, que guía a la Iglesia, esta tarde queremos
dar gracias a Dios por los numerosos y abundantes frutos que él, dispensador de
todo don, ha derramado en el camino del ecumenismo. ¡Cómo no recordar, además
del mencionado encuentro de Asís con la participación de destacados
representantes de casi todas las Iglesias y comunidades eclesiales de Oriente y
de Occidente, la visita a Roma, en el mes de marzo, de una delegación del santo
Sínodo de la Iglesia ortodoxa de Grecia! Después, en junio, firmé con el
patriarca ecuménico Bartolomé I la Declaración común sobre la salvaguardia de la
creación; en mayo tuve la alegría de visitar al patriarca Maxim de Bulgaria; en
octubre, en cambio, recibí la visita del patriarca Teoctist de Rumanía, con el
que firmé también una Declaración común. Y no puedo olvidar la visita del
arzobispo de Canterbury, doctor Carey, al concluir su mandato, y los encuentros
con delegaciones ecuménicas de comunidades eclesiales de Occidente, así como los
progresos realizados por las varias comisiones mixtas de diálogo.
Al mismo tiempo, no podemos menos de reconocer con realismo las dificultades,
los problemas y las desilusiones que encontramos también ahora.
Así, a veces existe un cierto cansancio, una falta de fervor, mientras se
mantiene vivo el dolor de no poder compartir aún la mesa eucarística. Pero el
Espíritu Santo no deja de sorprendernos y sigue realizando prodigios
extraordinarios.
4. En la actual situación del ecumenismo, es importante considerar que sólo
el Espíritu de Dios es capaz de darnos la plena unidad visible; sólo el
Espíritu de Dios puede infundir nuevo fervor y valentía. Por eso, hay que
subrayar la importancia del ecumenismo espiritual, que constituye el alma
de todo el movimiento ecuménico (cf.
Unitatis redintegratio, 6-8).
Esto no significa de ningún modo disminuir o incluso descuidar el diálogo
teológico, que ha dado abundantes frutos en los últimos decenios. Sigue
siendo, como siempre, irrenunciable. En efecto, la unidad entre los discípulos
de Cristo no puede por menos de ser unidad en la verdad (cf.
Ut unum sint, 18-19). Hacia esta meta el Espíritu nos guía también por
medio de los diálogos teológicos, que constituyen sin duda una ocasión de
enriquecimiento recíproco.
Sin embargo, sólo en el Espíritu Santo es posible acoger la verdad del
Evangelio, vinculante para todos en su profundidad. El ecumenismo espiritual
abre los ojos y los corazones a la comprensión de la verdad revelada,
capacitándonos para reconocerla y acogerla también gracias a las argumentaciones
de los demás cristianos.
5. El ecumenismo espiritual se realiza en primer lugar por medio de la
oración elevada a Dios, cuando es posible, en común. Como María y los
discípulos después de la ascensión del Señor, es importante seguir reuniéndonos
e invocando asiduamente al Espíritu Santo (cf. Hch 1, 12-14). A la
oración se añade la escucha de la palabra de Dios en la sagrada
Escritura, fundamento y alimento de nuestra fe (cf.
Dei Verbum, 21-25). Por otra parte, no existe acercamiento ecuménico sin
conversión del corazón, sin santificación personal y renovación de la vida
eclesial.
Un papel muy singular desempeñan, asimismo, las comunidades de vida
consagrada y los movimientos espirituales, nacidos recientemente, al
favorecer el encuentro con las antiguas y venerables Iglesias de Oriente,
caracterizadas por el espíritu monástico. También hay signos alentadores de
prometedora renovación de la vida espiritual en el ámbito de las comunidades
eclesiales de Occidente, y me alegran los provechosos intercambios que tienen
lugar entre todas estas diversas realidades cristianas.
No hay que olvidar los casos en los que eclesiásticos de otras Iglesias
frecuentan las universidades católicas: como huéspedes de nuestros
seminarios, participan en la vida de los estudiantes en conformidad con la
vigente disciplina eclesial. La experiencia muestra que esto lleva a un
enriquecimiento recíproco.
6. El deseo que hoy expresamos juntos es que la espiritualidad de comunión
aumente cada vez más. Que, como escribí en la carta apostólica
Novo millennio ineunte, se consolide en cada uno de nosotros la
capacidad de sentir al hermano de fe, en la unidad del Cuerpo místico, "como uno
que me pertenece, para saber compartir sus alegrías y sufrimientos" (n. 43).
Que Dios nos conceda ver "lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y
valorarlo como regalo de Dios: un don para mí, además de ser un don para
el hermano que lo ha recibido directamente". ¡No nos engañemos! Sin una
auténtica espiritualidad de comunión los medios exteriores de la comunión
"se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión, más que sus modos de
expresión y crecimiento" (ib.).
Por tanto, prosigamos con valentía y paciencia por este camino, confiando en la
fuerza del Espíritu. No nos corresponde a nosotros fijar los tiempos y los
plazos; nos basta la promesa del Señor.
Fortalecidos por la palabra de Cristo, no cederemos al cansancio; al contrario,
intensificaremos los esfuerzos y la oración por la unidad. Que esta tarde
resuene en nuestro corazón su consoladora invitación: Duc in altum!
Prosigamos nuestro camino, fiándonos siempre de él. Amén.
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